luego pisar una cucaracha acorralada por la tarde
e irme a dormir sereno por la noche,
después de haber compuesto un poema bucólico.
Para que mis versos sean espejo de mis actos y de mi mente
debo desaprender cosas superficiales que me enseñaron,
cosas de la urbe, cosas de la escuela y cosas de la casa,
y aprender, para empezar, a respetar esa vida diminuta,
porque ella también ha venido de la Montaña
y habita en los mismos bosques en los que yo moro,
de hecho, desde mucho antes que yo,
entre el musgo y sobre la corteza, en perfecta armonía.
No puedo decir ni diré que somos iguales,
pues iguales no somos en más sentidos que en menos,
pero ¿cómo pueden las diferencias entre nosotros
llegar a ser motivo suficiente para su exterminio?
Ello no encuentra su justificación en argumentos;
ello solo es consecuencia de la fuerza, del fuego incontenible
de la voluntad visceral de dominar a los otros:
el poder que somete e impone, por cualesquiera medios.
Pero cuídeme Dios de que no venga otro peor a pisarme
a mi cuando yo esté ocupado en pisarla a ella.
Sabemos que nosotros tenemos lenguaje, nos escuchamos y nos entendemos,
pero ¿con qué voz clama por piedad una cucaracha acorralada?
No lo sabéis, no la escucháis, no entendéis nada…
Os diré.
Es con la voz de la naturaleza, la de la Montaña y la de Dios.
Ello, si hay algo, es lo que me hace igual a la cucaracha:
el ímpetu de la vida pulsando vigorosa por sus venas,
el deseo intrínseco de existir en este mundo.
Yo quiero vivir y ella también.