El otro día tuve este sueño,
de esos de los que despertar desalienta.
En los que sientes que las cosas se dan
justo como querías que se diesen
y obtienes justo lo que esperabas conseguir.
Este sueño entrañable
―que merece ser más que solo ensueño―
tomó la forma de una pintura de Oga:
sus colores, su candidez, su nostálgica carga
de memorias tempranas.
En él inmerso, mi júbilo era total.
Sentía que lo tenía todo
y que el tiempo no tenía efecto,
entre la suavidad terciopelo de tu piel
y la calidez de tus verdores.
Me sentía como un niño amado
en la plenitud de su breve infancia,
flotando y jugando desprevenido
entre el follaje y el fruto
de tu matorral.
Tanto toma en este poema pospuesto
describir el fulgor de tus colores,
los destellos amarillos por millares,
y el hermosísimo rubor
sobre tu dulce porcelana.
Has estado ausente por tanto tiempo
y por eso tu llegada me abruma en felicidad.
Eres la marca de la vida que deseo:
una existencia simple y profunda
bajo el arrullo de tu sombra.
En algunas noches hay
linternas distantes que me guían hacia ti,
a la suave miel de tu bocado,
a la perfección absoluta
de tu contemplación.
¿Por qué no puedo cantarte
en forma tan simple como te vi,
matorral hermoso y reluciente de verdes
y amarillos explotando en mis pupilas,
cobijando celosamente vuestro fruto que,
aún en su recelo,
sin remordimientos se entregaba
a mi deleite?
¡Icacos luminosos!
¡Icacos púrpura, como gemas!
Icacos que Oga nunca pintó.
Fotografía base por Davinci McNab |
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